Vietnam es un país que jamás ha perdido una guerra y eso se nota: están todos como una moto. Y también con una moto. Solo en Ho Chi Minh, la antigua Saigón, donde viven ocho millones y medio de personas, hay siete millones de motos invadiendo calles y aceras.
Al principio, uno cree que ha ocurrido una catástrofe de dimensiones bíblicas. Y que hay miles de médicos que acuden corriendo en su vehículo de dos ruedas a socorrer a las víctimas con la mascarilla del quirófano puesta, para ir ganando tiempo. Pero no. La hecatombe no es otra que la contaminación, que mata a diario a 165 vietnamitas, según datos de la Organización Mundial de la Salud (vid. El País, 4-8-2019. Vietnam se ahoga por culpa del carbón y el tráfico) . Unos 60.000 muertos al año por culpa del humo. El triple de los que mueren en accidentes de tráfico. De ahí que la mascarilla parezca ser más importante para ellos que el casco.
Les toca un pie
Se puede pensar que esta es una de las consecuencias del capitalismo de partido único, o del comunismo de libre mercado en que se ha convertido la actual República Socialista de Vietnam, tan parecida al gigante chino en este aspecto. Pero no. Yo creo que es el resultado de una depurada mezcla de las doctrinas taoísta, confucionista y budista que durante siglos de colonialismo y guerras han ido macerando el carácter de los vietnamitas hasta conformar su actual idiosincrasia: la de que todo les toca un pie, metafórica y literalmente hablando. Y que en vez de poner coto a las motos para evitar la contaminación, se ponen una mascarilla y a tirar.
Reflexología popular
Vigilantes de seguridad, comerciantes, cocineros de comida callejera, captadores de clientes de restaurante, funcionarios, motoristas aparcados, jubilados, conductores de tuk tuk a la espera de un servicio… todo vietnamita que se precie se está tocando constantemente un pie descalzo, en lo que, se supone, forma parte de un milenario saber sobre reflexología podal asimilado por toda la población y que incluye, de regalo, un masajito a los millones de bacterias que habitan entre los dedos de sus pinreles.
Lo de tocarse el pie se ha convertido en toda una filosofía de vida para ellos. ¿Que estás harto de que el imperio colonial francés siga explotando los recursos de tu país y de toda la península de Indochina? Pues le montas una guerra de independencia, consigues que se vayan por donde nunca debieron venir y te tocas un pie.
¿Que llegan los Estados Unidos con sus miles de “asesores”, te mata a tres millones de paisanos y te intenta asfixiar con el agente naranja? Pues cavas unos túneles, montas la ruta Ho Chi Minh, atacas a los yanquis por sorpresa, dejas a Rambo sin que sienta las piernas ni los pies y te tocas los ídem.
Sin túneles… de metro
Pero si han logrado sobrevivir a los franchutes y a los yanquis, e incluso a los chinos que intentaron invadirles en 1979, no es de extrañar que este otro enemigo, la contaminación, les toque un pie. Hasta el punto de ver los autobuses públicos totalmente vacíos intentando sortear a miles de motos, o de constatar cómo las obras del metro de Saigón llevan un retraso de años. ¡Y anda que no saben estos de construir túneles!
Chino chano
Lo de China tiene su aquel: el 17 de febrero de 1979, cuatro años después de vencer a EEUU y reunificar el país, entraron por el norte de Vietnam 86.000 soldados del Ejército Popular de Liberación, a las órdendes de Hua Guofeng, el sucesor de Mao. Los del sombrero cónico se cargaron a 20.000 y pusieron en retirada al resto. Pero no se rindieron los chinos: ahora llegan diariamente, también por miles, a través de los aeropuertos vietnamitas, en una invasión turística, comercial y cultural que en un futuro cercano habrá que analizar. Pero cuya conclusión ya adelanto: los chinos de hoy día son una especie de estadounidense medio de Asia, y al igual que les pasa a los del medio Oeste americano, están también cebados de comida basura. Quien no los ha visto bañándose en la piscina de un hotel, a las siete de la mañana, embutidos en flotadores tan orondos como ellos, no sabe nada del futuro que nos espera.
El contraatque gastronómico
Y mientras, los vietnamitas siguen combatiendo tanta grasa invasora con sus sopitas de verduras y fideos así como con esos rollitos que les dan mil vueltas a los de la primavera china.
Lo primero que hay que destacar de la gastronomía vietnamita es que es muy conveniente quitarse la mascarilla para probarla. Hecho lo cual (sirva esta coletilla como brindis a tanto tontuliano televisivo), cabe decir que la materia prima es la excusa pobre de unos muy ricos aderezos. A saber: que la ternera, el pollo y el cerdo son lo que son y los sirven excesivamente laminados, lo que implica, a su vez, que estén demasiado hechos. Obviamente, no te vas a comer un entrecot nivel asador vasco con palillos, ni a meterlo en su famosa sopa phó, pero en los buenos restaurantes vietnamitas sí que encuentras trozos de carne gorditos y jugosos que se pueden degustar al modo oriental. Y, eso sí, con unos aderezos y acompañamientos que distingue a la vietnamita como una de las mejores cocinas del mundo. Aunque, como ocurre en todo el mundo, hay que buscar una buena cocina -léase restaurante- para deleitarse con los más delicados sabores.
Una de las cosas que más sorprenden de este país con forma de S -o de $- es el baratísimo precio de la comida. Incluso de la considerada como gourmet: en Vietnam House, uno de los más prestigiosos restaurantes de Saigón, no pasas de 20 euros por persona. Con muy buena y muy jugosa carne de origen australiano, entre otras delicatessen. Pero lo habitual es comer por unos 7 euros (unos 180.000 dong), e incluso por mucho menos, siempre que estés dispuesto a sacrificar ciertas exigencias de higiene y comodidad callejera.
Peces raros
El pescado merece mención aparte. El de agua dulce, como el pez gato (un silúrido), no tiene mucho sabor. De los pangas del delta del Mekong, mejor no indagar mucho. Pero hay otro habitante de los marrones ríos vietnamitas, el llamado pez cabeza de serpiente, capaz mantenerse fuera del agua hasta tres días respirando aire, que tiene un intenso sabor y una textura agradable. Dicen que procede de China y que es invasor: lo mismo vino con los 80.000 soldados del año 79. ¡A saber de lo que son capaces los gordacos estos!
Uno, que viene de mares como el Cantábrico, y de océanos fríos como el Atlantico en latitudes gallegas, no concibe que el mar de la China Meridional, cálido como millones de agüitas amarillas vertidas a la vez, pueda dar buen pescado. Y no hay más que ir allí para constatarlo. Ojo: soy de los que están convencidos de que los langostinos y los calamares forman parte de la entente mundial de los congelados. Si yo, en Torrelodones, puedo comer langostinos del Pacifico, a saber de dónde vienen los que sirven en Vietnam. De Sanlúcar seguro que no. A lo que voy: que si acaso puedo opinar de un pargo crujiente o de una caballa “locales”, y vete a saber que de qué localidades. Y aún así hubo una caballa envuelta en hoja de banano, tipo papillote, que probamos en Hoi An, cuyo sabor tenemos Yolanda y yo deliciosamente tatuado en nuestras papilas gustativas para el resto de la vida.
Aquella caballa nos la sirvieron en el Morning Glory, de Hoi An. Además del nombre de un restaurante, el morning glory es un plato de espinacas de agua rehogadas con ajos muy típico del centro de Vietnam. Memorable (le robo el adjetivo a Josep Pla).
Un marisco: las ostras a la barbacoa de Lăng co, un pueblo pesquero (y turístico de los de camarero que te habla de Diego Costa, de quien sé menos que él), cuyo producto estrella adolece de lo que cualquier otro ser vivo de la zona: el excesivo calor del mar de la China Meridional. Podéis ver el bicho en mi foto de perfil actual de Facebook. Se parece a la típica serie de Netflix: pinta bien, pero el tercer capítulo ya no te sabe a nada.
Y luego están los alimentos asquerositos que no tienes por qué probar. O sí: la deliciosa anguila servida en rollito como primer plato de una cena en un mini crucero por la bahía de Ha Long (esos regalos de cumpleaños que nos hacemos), los cartílagos al dente de oreja de cerdo
mojados en salsa de pescado de un restaurante de la calle Pasteur de Saigón, o el tofu de sangre de cerdo que te meten a traición en un bar de mala muerte frente al Templo de la Literatura de Hanoi. Esos contrastes.
Y el perro. Querida amiga Nely: vimos un perro asado como un cochinillo en un puesto callejero cercano a un tanatorio de Hanoi. Tengo la foto. Soy periodista. Pero no la voy a publicar. Vinh, el señor que nos llevó al aeropuerto, nos dijo que “en Occidente los perros son como personas, uno más de la familia. Pero en Asía son solo animales. Y se comen” ,
-«¿Y usted los ha comido?», le pregunté.
-«Yes, yes, yes» nos dijo sonriendo.
Y su sí resonó en el coche con la misma potencia de un ladrido.