La primera vez que supe de Joan Margarit fue en La Central del carrer de Mallorca, en Barcelona. Era 2006, cuando los periodistas aún viajábamos a Cataluña sin tener que informar obligatoriamente sobre la deriva independentista. Entré en la librería y le pedí al encargado que me enseñara algún poeta catalán contemporáneo. Viéndome madrileño, no dudó en recomendarme a Margarit, “porque él mismo se traduce en castellano, hasta convertir cada poema en un poema nuevo”, vino a decirme.
Compré la tercera edición de Estació de França (Hiperión) y fue tal el flechazo que, a día de hoy, son ya once los libros que tengo de este poeta-arquitecto que me ha enseñado, sobre todo, a construir mi soledad.
Iba a decir que es el premio Cervantes que más he leído, pero me he puesto a mirar por los estantes de la biblioteca y veo por ahí compitiendo a Delibes, Umbral, Cela y, sobre todo, a Borges, quien aún me sigue enseñando a construir otros mundos en los solares aledaños de la soledad.
“Mi isla es un vertedero
sentimental en donde yo enterré
los afectos que he dado por perdidos,
y cada verso de los que escribí
forma parte del mapa del tesoro”
Y así es. Camino por la poesía de Margarit como si fuera un mapa del tesoro, sabiendo que, de tener éxito, me encontraré a mí mismo reflejado en muchos de sus versos. Versos sueltos que a veces recito de memoria en las horas oscuras del insomnio, cuando se pierde la señal y se te llena el alma de dudas y de agobios, y también de cobardías.
“Nunca sientas piedad por lo que has sido,
pues la piedad es demasiado efímera:
no da tiempo a construir nada sobre ella.
De noche, en un pequeño aeropuerto,
ves un avión que está elevándose.
Se va perdiendo la señal.
Y tú estás convencido de vivir
unos años que, aun sin esperanzas,
son ya los más felices de tu vida.
Hay otra poesía, la habrá siempre,
como hay otra música. La de Beethoven sordo.
Cuando se pierde la señal”.
Con él he aprendido a pensar “en los que amo y no vendrán”, a entender que mi vida “se ha afianzado en el dolor / como las casas sobre los cimientos”, o a indagar en la amistad: “Has de buscar más lejos y saber/ lo que oculta la máscara del mito,/ la del teatro antiguo,/ con los dos agujeros de los ojos/ y el de la boca. La amistad es esto./ Saber por dónde sale tu tiniebla”.
Un día leí estos otros versos suyos: “Cada palabra oculta otra verdad./ Como una puerta mal cerrada./ La puerta mal cerrada del olvido.” Y entendí que hay que aprender a vivir con todos los recuerdos, por amargos que sean. Igual que he aprendido, gracias a Joan, a intentar ensuciar lo menos posible con mensajes los poemas. A él le ocurrió con la Ilíada. Y a mí con él:
“Esto debe ser algo prohibido,
ensuciar con mensajes un poema.
Pero tú y yo, cosas prohibidas,
hicimos muchas cosas juntos. Ahora me da miedo
esta vida que habrá que comenzar
cuando salgamos solos a la calle.
Alguien ha iluminado la ventana.
No he podido entender nunca qué fuerza
tuve para dejarte, o bien qué fuerza
me faltó cuando me iba de tu lado.”
En Misteriosamente feliz, uno de sus libros que más recomiendo, asegura haber llegado, y yo con él, “hasta el mismo fondo de la tristeza”:
“…En algún sitio hay alguien
que lee este poema.
También yo estoy leyéndote
a través de mis versos,
que sigues con los ojos.
Un lugar de los pocos
en los que todavía
podemos encontrarnos
es aquí, en la tristeza.”
Dos años y un día después de morir mi padre conocí a Joan Margarit en persona. Fue el 13 de mayo de 2015, en la librería Rafael Alberti de Madrid. Presentaba su libro “Amar es dónde”, y le conté cómo empecé a leerle gracias a aquel librero de La Central de Barcelona. Me escribió esta dedicatoria:
“Para Carlos, que me encontraste con Estación de Francia. En la calle Mallorca. Un lugar. Desde donde volver a amar. De tu Joan”.
Pero ya no hay mallorcas que valgan, ni más lugares que estas afueras desoladas en las que se van instalando algunos sentimientos que un día tomamos por verdaderos. Anteayer, cuando comunicaron que le habían concedido el Premio Cervantes 2019, puse la radio y llegué a tiempo de grabar este poema recitado por él. Es mucho más que un consejo. Es todo cuanto podría decir hoy, si yo fuera Margarit:
No tires las cartas de amor
Ellas no te abandonarán.
El tiempo pasará, se borrará el deseo
—esta flecha de sombra—
y los sensuales rostros, bellos e inteligentes,
se ocultarán en ti, al fondo de un espejo.
Caerán los años. Te cansarán los libros.
Descenderás aún más
e, incluso, perderás la poesía.
El ruido de ciudad en los cristales
acabará por ser tu única música,
y las cartas de amor que habrás guardado
serán tu última literatura.